lunes, 28 de mayo de 2012

La flauta de la discordia


[Idea sacada de www.feacios.com; no sé si tiene que ver con el tema propuesto, pero me ha parecido bastante interesante]

En en su obra La idea de justicia, Amartya Sen plantea una situación imaginaria en la que disponemos de una flauta que tres niños (Anne, Bob y Carla) se disputan la propiedad de una flauta. Anne la reclama porque, mientras que sus dos compañeros no saben tocarla, ella ha estudiado y aprendido cómo hacerlo. Mientras tanto, Bob dice querer la flauta porque es el más pobre de los tres y no tiene juguetes propios con los que jugar; la flauta le reportaría una mayor satisfacción que a sus amigas. Al mismo tiempo, Carla es la persona que ha fabricado la flauta, tras estar semanas trabajando en ello.
¿Para quién es la flauta, pues? Si yo tuviera que mediar el conflicto, para mí la solución estaría clara: la flauta debería ser para Carla, puesto que ha invertido mucho tiempo en su fabricación y la flauta debería ser suya sin siquiera necesidad de discutirlo. ¿Qué importan las razones que Bob y Anne den a su favor? No han sido ellos los que han fabricado el objeto de la discordia y, por tanto, no tienen ningún derecho a reclamarla. A mi modo de ver, la situación sería la misma si yo decidiese preparar una ración de lentejas para una persona (dispuesta a comérmelas algo más adelante, pero no de forma inmediata) y mi amiga Alba Iglesias llegase diciendo que tiene mucha más hambre que yo, y en un arranque de egoísmo absoluto se las comiera, sin más. 
Por supuesto, debería animarse a Carla a dejarles ocasionalmente la flauta a Anne y Bob (al fin y al cabo, Anne disfrutará tocándola, y el desdichado Bob no tiene más juguetes), aunque, si decide no hacerlo, lo cierto es que está en su derecho (aunque sea una decisión muy egoísta).

¿Qué es lo legítimo?



Ante esta pregunta podrían plantearse varias respuestas. Unos podrían decir que, sin duda, es lo conforme a la ley; de hecho, la Real Academia Española lo define así. Sin embargo, imaginemos ahora a un dictador al que se le ocurra crear una ley que prohíba terminantemente comer más de tres veces por semana; la desobediencia estaría castigada con la pena de muerte. ¿Sería esto legítimo? No lo creo, y, de hecho, sería también bastante absurdo y es muy posible que el pueblo no tolerara semejante abuso (que va en contra de los Derechos Humanos) y se sublevase; o probablemente se produjese la intervención de la ONU ante semejante injusticia (la verdad es que este ejemplo no tiene mucho sentido; dudo mucho que a nadie, por muy dictador que sea, se le ocurriese crear una ley así, pero ilustra lo que  quiero decir, y quién sabe, hay mucho loco suelto). Pero no nos desviemos; pensemos también en un padre de familia que, desesperado, decida robar algo de comida en el supermercado para mantener a sus hijos, que se mueren de hambre. No cabe duda de que este robo no sería legal, pero tal vez sí legítimo; al fin y al cabo, sus hijos tendrían algo que llevarse a la boca y, de todas formas, las pérdidas que sufriría el supermercado serían mínimas. Así pues, la definición de ‘legítimo’ dada al principio no es válida.

En mi opinión, el término legítimo tiene una connotación más moral. Para mí, lo legítimo es lo justo, lo que debería ser. ¿Qué importa que robar sea ilegal, si lo que pretendes mediante la acción de sustraer es impedir que otros se mueran de hambre (al más puro estilo Robin Hood, eso sí, nunca arrebatando nada a quien lo necesite) y no obtener beneficios por ello? Por tanto, lo legítimo variaría en función de cada persona y de los valores morales que le han sido inculcados y que ha desarrollado a lo largo de su vida: no todos consideramos ‘morales’ o ‘justas’ las mismas cosas, eso está claro.



El cinismo




La idea de un hombre bueno y sencillo que vive pacíficamente sin molestar nadie no surge con Rousseau. En la Antigua Grecia, especialmente durante los siglos II-IV a.C., los cínicos buscaban alejarse de la artificialidad para llevar una vida más natural y (según creían) más auténtica. El cinismo es una manifestación bastante radical de la filosofía, y bastante incomprendida. Pese a que actualmente el término “cínico” nos hace pensar en una persona mentirosa y que comete actos vergonzosos, lo cierto es que los cínicos originales eran personas frugales que trataban de vivir con lo mínimo indispensable y de forma parecida a como lo haría un animal,  sin ningún tipo de lujo, ya que pensaban que así hallarían la felicidad. Así, proponían la necesidad de la autoafirmación individual frente a una sociedad alienante y que coaccionaba al individuo. No seguían ningún tipo de ley porque afirmaban que éstas son e carácter local, y ellos se consideraban ciudadanos del mundo.

Uno de los cínicos más conocido es el griego Diógenes, que vivió hacia el siglo IV a.C. como un vagabundo por las calles de Atenas (se decía que habitaba en un barril), convirtiendo la pobreza extrema en virtud. Se cuenta de él que en una ocasión Alejandro Magno se le puso delante, diciéndole que podía pedirle todo cuanto antojara y se lo concedería; por toda respuesta Diógenes le pidió que se apartara porque le tapaba el sol.

Ahora bien, ¿es posible alcanzar la felicidad viviendo de esta manera? ¿Sin ningún tipo de lujo y llevando una vida propia de un animal? Tal vez, en el caso de que nunca hubiéramos conocido lujos y pensáramos que nuestra forma de vida (es decir, el cinismo) es la única posible. Sin embargo, si hemos visto más allá, nos resultará imposible o, al menos, muy difícil: aunque pensemos que no necesitamos nada más que lo indispensable, en el fondo siempre querremos algo más. Hasta Diógenes asistía a banquetes de forma ocasional. Somos hombres y, como tales, no podemos limitarnos a vivir entre basuras y comer restos de comida que encontremos tirados por el suelo, mirando con desprecio a todos los que no imitan nuestras costumbres y considerándonos superiores por vivir de forma tan frugal; si mantenemos un estilo de vida similar a éste, queramos o no, creo que nuestra condición de seres humanos queda rebajada. Personalmente, no creo que vivir según los principios del cinismo me ayudase demasiado a alcanzar la felicidad.

¿Quién debe gobernar?




Está claro que esta pregunta no tiene una respuesta universal con la que todo humano existente sobre la faz de la Tierra esté de acuerdo; hay quien piensa que el gobierno debería estar formado por personas que actúen según valores y normas eternas que trasciendan a las personas, procedentes de la religión o de tradiciones centenarias; otros opinan que debe establecerse un sistema sustentado por principios racionales (igualdad, libertad…); otros confían en el carisma y la personalidad de su líder…

En mi opinión, la respuesta está bastante clara: es el pueblo quien debe gobernar. Es obvio que es complicado formar una asamblea que incluya a absolutamente todos los ciudadanos, por lo que lo más lógico sería elegir a cierto número de representantes, aunque, eso sí, dichos representantes deberían consultar a menudo la voluntad del pueblo en temas importantes (mediante instrumentos tales como referéndums y similares), y no únicamente cada cuatro años en el transcurso de unas elecciones dudosamente democráticas. Este sistema exigiría que todos los ciudadanos tuviesen una mínima preparación política y se interesasen por ella, para no tomar decisiones basadas en la ignorancia; y que a la hora de decidir tuviesen en cuenta lo mejor para todos, y no pensasen únicamente en sus propios fines.

Además, los representantes deberían ser personas a las que se les exigiera un nivel mínimo de formación (por ejemplo, una carrera universitaria medianamente relacionada con la política) y, aunque tendrían un sueldo que les permitiera vivir de forma holgada y con ciertos lujos, no gozarían de privilegios excesivos (o, al menos, no superiores a los que podría disfrutar un médico o un profesor, ya que, en mi opinión, la aportación de estos últimos a la sociedad es mayor). Además, los representantes también deberían tener un comportamiento modélico, lo cual quiere decir que en época de apretarse el cinturón, ellos también deberían hacerlo, al igual que el resto de ciudadanos; y, por supuesto la corrupción estaría altamente castigada.

De  esta manera, tendríamos un sistema más justo, y no como las falsas democracias en las que muchos vivimos sin saber que lo son.